Pusimos mucho énfasis para presentar un relato en el certamen de relatos cortos que nos proponía Antonio Cabeza, pero me da a mí que no hemos tenido mucho tiempo. De todas formas, algunos nos comprometimos a subir un relato corto y aunque este que os dejo está escrito hace un año, más o menos, Aquí queda mi intención y si alguien se quiere animar pues...
_ Madre, si le hubieras visto.
El tiempo se me echaba encima y no paraba de llover. Dudé un instante antes de salir corriendo del portal donde me había resguardado y, a pesar de la lluvia densa y fría, comencé a correr en dirección a mi casa. Las gotas empapaban un pequeño abrigo de lana que se hacía más pesado a cada paso, mis pies encharcados golpeaban en el suelo y cada vez era mayor el esfuerzo para levantarlos, me costaba mantener la dirección que seguía, la lluvia penetraba por mis párpados y nublaba mi vista. Mi pecho comenzaba a enfriarse y sentía un dolor intenso cada vez que inhalaba un poco de aire. Decidí en un momento del recorrido acortar por una de esas calles que nunca pasa nadie, fue un acto de supervivencia, creo que no hubiese llegado sano a mi destino y, a pesar de temer a este tipo de callejones, pensaba que la situación lo requería y sin vacilar un ápice, doblé una esquina de la calle por la que paso cada día y me adentré en aquel viejo callejón.
El tiempo se me echaba encima y no paraba de llover. Dudé un instante antes de salir corriendo del portal donde me había resguardado y, a pesar de la lluvia densa y fría, comencé a correr en dirección a mi casa. Las gotas empapaban un pequeño abrigo de lana que se hacía más pesado a cada paso, mis pies encharcados golpeaban en el suelo y cada vez era mayor el esfuerzo para levantarlos, me costaba mantener la dirección que seguía, la lluvia penetraba por mis párpados y nublaba mi vista. Mi pecho comenzaba a enfriarse y sentía un dolor intenso cada vez que inhalaba un poco de aire. Decidí en un momento del recorrido acortar por una de esas calles que nunca pasa nadie, fue un acto de supervivencia, creo que no hubiese llegado sano a mi destino y, a pesar de temer a este tipo de callejones, pensaba que la situación lo requería y sin vacilar un ápice, doblé una esquina de la calle por la que paso cada día y me adentré en aquel viejo callejón.
A pesar de no distinguir con exactitud lo que veía, a medida que me adentraba en aquella estrecha calle, podía ver el cambio radical del paisaje, los contenedores de basura se amontonaban en el camino, teniendo que ir fintándolos a cada paso que daba. Mezcladas con la lluvia caían prendas que se soltaban de tendederos de ropa exteriores que se zarandeaban con el fuerte viento, las pintadas en las paredes en tonos negros y rojizos daban un aspecto mucho más tétrico al lugar y comencé a sentir algo de miedo, arrepintiéndome de haber tomado la decisión de pasar por aquel lugar.
Aceleré mis pasos todo lo que pude, cerrando los ojos en momentos determinados para no ver por donde estaba pasando, pensando que así evitaría el pánico que empezaba a paralizarme. En uno de esos momentos que mantenía los ojos cerrados tropecé con un viejo coche oxidado y sin ruedas que casi bloqueaba la calzada, caí de lado al asfalto, arrañándome el hombro derecho y doblándome la muñeca; el dolor era inaguantable, el frío atrofiaba mi cuerpo empapado de barro y tizne del charco donde había ido a caer. Me arrimé a una de las paredes intentando resguardarme de la lluvia hasta ordenar mis huesos, que pensaba se habían desprendido de su sitio, obviamente sin ninguna fortuna, pues cada vez era más intensa la lluvia y mayor el frío que sentía. Me encogí, colocándome en cuclillas y presionando mi pecho contra mis muslos, ocultando mi cara entre mis rodillas. En ese instante, tenso por la situación, comencé a oír voces y gritos entre sonidos metálicos. No podía distinguir lo que decían, pues la lluvia amortiguaba el sonido y mis oídos estaban taponados por el agua que no paraba de resbalar hacia el interior. Me levanté como pude y, casi a rastras, me dirigí hacia el lugar de donde sonaban las voces con la intención de pedir ayuda. A medida que me iba acercando, las voces sonaban con mayor claridad; intenté gritar para pedir auxilio, pero la voz no me salía, el dolor no me permitía ningún esfuerzo más.
Caí tumbado en el suelo, con mi cabeza apoyada entre mis brazos buscando un último aliento para poder seguir. Después de unos segundos, me apoyé sobre mi mano izquierda para incorporarme y pude observar a un grupo de chicos, que bajo la lluvia, golpeaban desde todos los ángulos a otro que estaba tumbado en el suelo. Sin pensarlo un segundo volví a dejarme caer. El miedo me paralizó, la lluvia dibujaba perfectamente las siluetas de los agresores y las voces comenzaron a sonar con mayor claridad. Un farol con una luz tenue alumbraba directamente aquella zona y podía ver el brillo de unas cadenas que se elevaban en un balanceo brutal hasta caer sobre el cuerpo casi inerte e inamovible del chico que estaba tumbado en el asfalto. Rodé sobre mí mismo hacia una de las esquinas del callejón, buscando la oscuridad. Pude observar al muchacho, que se había percatado de mi presencia y que, a pesar de los golpes, no dijo absolutamente nada, sólo se quedó mirándome fijamente, como pidiéndome que me marchara. Cualquiera en su situación hubiese pedido ayuda, él no; aguantaba aquella espeluznante y estremecedora paliza, cerrando los ojos y encogiendo su cuerpo cada vez que recibía un golpe. La sangre mezclada con el agua formó un pequeño río que se acercaba hasta mí. Los insultos no cesaron en ningún momento y los golpes parecían interminables. Necesitaba que pararan, pues extrañamente comencé a sentir todos y cada uno de esos golpes en mi cuerpo; no sé si era el frío, el dolor de mis huesos o mi propio miedo, pero sentía un dolor tan intenso, que pensé que era a mí a quien estaban maltratando.
Me escondí, tuve miedo y no supe reaccionar. Justifiqué aquella situación con tanta facilidad, que retrocedí como pude, ocultándome tras un pilar de gomas de ruedas gastadas para que no me vieran, aunque más bien era para que yo no pudiera ver lo que estaba pasando. Esperé hasta que aquella situación terminara, tapándome los oídos todo lo fuerte que el dolor me permitía y cerrando los ojos con tanta intensidad que pensé se hundirían y me quedaría ciego. Sólo los abría para dejar escapar las lágrimas producto de mi llanto. Temblaba y eran tan violentas las sacudidas involuntarias de mis extremidades, que golpeaban contra el suelo llegando a sentir que se rompían mis rodillas; era una mezcla de frío y miedo que no podía identificar. Estaba tan pendiente de mí, que me olvidé por completo de lo que estaba sucediendo a veinte metros escasos de distancia, cuando de pronto dejé de oír las voces y se hizo el silencio, sólo el sonido de la lluvia envolvía el ambiente. Intenté levantarme para observar a los agresores, pero no pude, mi cuerpo no me respondía, era incapaz de mover cualquier músculo, sólo me quedaba esperar a que cesara la lluvia y que alguien pudiera socorrerme. No dejaba de quejarme y culparme por estar allí. De pronto, sin darme cuenta, sentí una mano que tocaba mis hombros. Levanté con gran esfuerzo mi cabeza y me encontré de frente, a sólo un metro de distancia, con esos ojos que anteriormente me habían estado mirando fijamente mientras cuatro míseros cobardes le propinaban la paliza. A pesar de los dolores que sentía, di tal sobresalto que retrocedí varios metros. Tapé mi cabeza con mis brazos esperando que ese hecho pudiera protegerme de aquel muchacho. Esperé unos instantes y un sonido tosco y entrecortado por una tos profunda intentaba llamar mi atención. Hice caso omiso esperando a ver qué sucedía y, tras unos minutos, miré con sigilo por entre los brazos esperando alguna reacción de aquel individuo. Tenía la mano extendida intentando llegar a mí. Su mirada seguía fija y sus ojos ensangrentados no parpadeaban ni un momento. Más tranquilo, razoné la situación y pensé que querría que le ayudara e intenté acercarme a él, pero mis fuerzas no me lo permitían.
Me escondí, tuve miedo y no supe reaccionar. Justifiqué aquella situación con tanta facilidad, que retrocedí como pude, ocultándome tras un pilar de gomas de ruedas gastadas para que no me vieran, aunque más bien era para que yo no pudiera ver lo que estaba pasando. Esperé hasta que aquella situación terminara, tapándome los oídos todo lo fuerte que el dolor me permitía y cerrando los ojos con tanta intensidad que pensé se hundirían y me quedaría ciego. Sólo los abría para dejar escapar las lágrimas producto de mi llanto. Temblaba y eran tan violentas las sacudidas involuntarias de mis extremidades, que golpeaban contra el suelo llegando a sentir que se rompían mis rodillas; era una mezcla de frío y miedo que no podía identificar. Estaba tan pendiente de mí, que me olvidé por completo de lo que estaba sucediendo a veinte metros escasos de distancia, cuando de pronto dejé de oír las voces y se hizo el silencio, sólo el sonido de la lluvia envolvía el ambiente. Intenté levantarme para observar a los agresores, pero no pude, mi cuerpo no me respondía, era incapaz de mover cualquier músculo, sólo me quedaba esperar a que cesara la lluvia y que alguien pudiera socorrerme. No dejaba de quejarme y culparme por estar allí. De pronto, sin darme cuenta, sentí una mano que tocaba mis hombros. Levanté con gran esfuerzo mi cabeza y me encontré de frente, a sólo un metro de distancia, con esos ojos que anteriormente me habían estado mirando fijamente mientras cuatro míseros cobardes le propinaban la paliza. A pesar de los dolores que sentía, di tal sobresalto que retrocedí varios metros. Tapé mi cabeza con mis brazos esperando que ese hecho pudiera protegerme de aquel muchacho. Esperé unos instantes y un sonido tosco y entrecortado por una tos profunda intentaba llamar mi atención. Hice caso omiso esperando a ver qué sucedía y, tras unos minutos, miré con sigilo por entre los brazos esperando alguna reacción de aquel individuo. Tenía la mano extendida intentando llegar a mí. Su mirada seguía fija y sus ojos ensangrentados no parpadeaban ni un momento. Más tranquilo, razoné la situación y pensé que querría que le ayudara e intenté acercarme a él, pero mis fuerzas no me lo permitían.
_ No puedo moverme, lo siento_ le comenté entre llantos y quejidos por el dolor del esfuerzo.
_ Bena, abad ._ me respondió casi sin aliento, pero no entendía lo que decía y pude observar con más detenimiento sus rasgos, su cuerpo desnudo, lleno de manchas azuladas y rojizas por los golpes y arañazos que no dejaban de sangrar y que, al unirse con el agua de la lluvia, formaban pequeños afluentes a través de su espalda hasta llegar al suelo. Un moro, pensé para mí, Dios mío, y además herido. Mantuve la calma por un instante, no quise demostrar que comenzaba a tener miedo. La situación era algo tensa. Yo había dejado que lo maltratasen sin hacer nada por ayudarle y ahora estaba a mi lado, casi sin fuerzas, con la mano extendida y mirándome fijamente. Yo no podía moverme y desistí del intento, después de todo lo vivido me rendí y dejé que pasase lo que fuese. Para mi sorpresa, aquel chico, de forma casi milagrosa, se levantó; no sé cómo pudo hacerlo, sus movimientos eran arrítmicos, torpes y toscos. Iba subiendo su cuerpo a golpes de impulsos y parecía costarle la misma vida, se acercó a mí y como pudo, con gemidos de dolor, se colocó casi de rodillas, sujetó mi pecho por detrás, colocando mi brazo sobre sus hombros y con un gran tirón de su cuerpo, logró ponerme de pie; sólo pude apoyar una de mis piernas y casi a rastras fue recorriendo en pequeños tirones aquella maldita calle.
_ Perdóname, perdóname, de veras que lo siento, es que no supe qué hacer, tuve miedo_ comenté con las lágrimas en los ojos y soportando el dolor que cada golpe de su cuerpo ejercía sobre el mío al intentar sacarme de aquel lugar.
Los gemidos del muchacho eran insoportables, penetraban en mi interior como una daga, no sabía qué decir ni cómo comunicarle lo arrepentido que estaba, no sabía cómo agradecerle lo que estaba haciendo por mí. Su cuerpo se estremecía una y otra vez, oía sus huesos crujir de forma seca y estridente, a veces no sabía si eran los míos, pero las quejas y los gritos que de vez en cuando salían de su boca, hacían evidente quién estaba sufriendo de verdad.
_ Más, más_ era lo único que le entendía; el resto de palabras que comentaba eran desconocidas para mí, pero intuía que eran palabras de ánimo porque iban acompañadas de otros pequeños empujones que nos acercaban cada vez más al final de la calle.
La lluvia dejó de azotarnos como si quisiera ayudarnos a salir de aquella situación; el sonido estridente del viento se calmó por un instante y sólo el roce de mis zapatos y los suyos, intercalados con gemidos que hacían eco entre aquellas paredes estrechas, inundaban el ambiente. Casi al final de nuestro recorrido, alguien que pasaba por la calle donde desembocaba el callejón maldito en el que nos encontrábamos, se quedó mirándonos un instante, bajó su paraguas y dejándolo caer en el suelo, comenzó a dar gritos de auxilio mientras corría hacia nosotros.
_ ¿Qué ha pasado? ¿Estáis heridos?. Déjame chaval_ le comentó al muchacho mientras se colocaba en su lugar. Mientras, se acercaban otras personas que se encontraban cerca de nosotros y que habían oído los gritos de auxilio.
_ A él, por favor, ayudadle a él_ grité casi sin fuerzas, sin dejar de mirarlo, mientras le cogían por los hombros y nos llevaban a ambos al final de la calle. Oí cómo alguien llamaba a una ambulancia y nos tumbaban bajo un soportal. Nos colocaron una prenda bajo nuestras cabezas para que no tocáramos directamente el suelo; no dejé de mirarlo y él no perdió mi vista en ningún momento.
_ Gracias, gracias ¿Cómo te llamas? Dime, cómo te llamas_ le preguntaba una y otra vez, intentando agarrar su mano.
_ Moonir, llamo Mounir ¿Tú?_ me respondió con una sonrisa entrecortada por el dolor.
_ Nacho, yo soy Nacho_ y en aquel momento comencé de nuevo a llorar. Sentía lastima, pena de mí, de lo cobarde que había sido, era un miserable. Aquel joven me había salvado de una situación que me podía haber costado la vida y yo había dejado que casi lo matasen, me odiaba en aquel momento y no entendía cómo era posible que una persona que había ignorado su dolor para salvarme pudiese recibir aquellos golpes.
La ambulancia llegó a marchas forzadas; la sirena me sacó de mis miserias y me volvió a la realidad, no quería que me separasen de Moonir y, a pesar de mi insistencia y de los gritos que di, nos metieron en distintas ambulancias. Sin dejar de observar cómo le asistían, no dejé de mirarle hasta que no me cerraron la puerta de atrás del sonoro vehículo. Ya dentro, no dejaba de exigir que me llevaran junto a Moonir pero, tras unos segundos, después de un leve pinchazo en mi brazo, casi dejé de sentir dolor y me sumí en un sosegado letargo. La sustancia que me habían puesto hizo efecto con mucha rapidez; cuando desperté, me encontraba en el hospital.
Nunca supe más de Moonir. Le busqué por todos los sitios que conozco, pregunté en todos aquellos lugares donde podría haber estado, llamé a todos los hospitales de la ciudad, pero nunca di con él. No pararé hasta encontrarlo y juro que así será. Así que, madre, antes de opinar sobre los “moros”, como tú les llamas, piénsalo.
_ Madre, si le hubieras visto como el día que yo le vi.
Federico Pérez "El coronel"
0 comentarios:
Publicar un comentario
Utiliza bien el anonimato y respeta siempre a los demás, de lo contrario el comentario será eliminado